Hay una fecha marcada en mi vida, y es el 6 de julio del 2008, el día en que decidí hacer el Camino de Santiago.
La idea de hacer el camino, surgió de una forma un tanto extraordinaria, pues nunca pensé que un documental de National Geographic diera un giro a mi vida.
Lo más sorprendente de todo esto, es que me sentía muy seguro de poder ir al camino yo solo, y no quería que nadie me acompañara.
El día menos esperado dije:
—¡Papá!, ¿me puedes llevar al aeropuerto?
—¿Cómo?
— Es que me voy a Francia.
—¡Ah! pues mira que bien, ¡ten cuidado!,
—¡Descuida!, Y lo más curioso aún,fue que mi padre me llevó al aeropuerto como si llevara a su hijo al colegio. ¿Se habrían unido los astros? Puede.
Este relato trata de un acercamiento a las mejores anécdotas que viví a lo largo del Camino de Santiago, y me gustaría subrayar además, que ningún día tuvo desperdicio.
Mis postales más significativas:
El paso de Francia a España por el Pirineo: maravilloso, adjetivo que valora este lugar. Todo era de película, recuerdo levantarme a las seis de la mañana en un pueblecito de Saint-Jean-Pied-de-Port (Francia), donde se respiraba un ambiente a peregrino. La etapa pirenaica fue algo dura, a lo largo de ella los ciclistas intentaban pasarla a base de pedales, pero todos caían como moscas, al final terminaron arrastrando sus bicicletas por las interminables cuestas. En una me vi en la tesitura de ayudar con un trozo de bocadillo a un hombre de avanzada edad, ya que se le había ocurrido pasar el trayecto sin nada de comida, como si de una de las etapas del Tour de Francia se tratase. Aproximadamente fueron unos treinta y cinco kilómetros, pero sin duda los más preciosos del camino, valió la pena sudar.
Coincidencia o no, la suerte me sonrió pues pasé el 7 de Julio en Pamplona, donde se celebran los famosos San Fermines, toda una locura. No tengo un buen recuerdo de ellos, pues el día que fui a uno de los encierros, murió un chico cerca de mí. La gente parecía estar poseída por el desmadre, muchas de las personas corrían delante de los toros ciegos de alcohol.
Otra etapa que merece la pena mencionar es aquella que comenzó sin un buen desayuno. Resultó bastante larga, seis horas sin descanso hasta llegar a un pueblo, Puente la Reina, en el cual mi primera misión fue buscar un lugar con comida, pero de nada sirvió, todo estaba cerrado, por lo visto era un día festivo. Sin embargo, mi suerte cambió, y en aquel pueblo aparentemente destartalado me encontré con un hombre, y mi pregunta fue:
—¿Señor, dónde ha comprado esas barra de pan?
—Y él me respondió: en la panadería del pueblo, pero ya hace treinta minutos que cerró.
El hombre al observarme se percató que estaba frustrado debido a mi expresión facial. De repente, metió su mano en una bolsa que portaba y sacó una gigantesca barra de pan, la más grande que mis ojos han visto.
—Todo tuya peregrino.
—¿En serio?
Y así fue como me comí el bocadillo de atún más especial.
He de confesar que fui algo bruto a la hora de hacer etapas, la media era hacer una etapa al día con un promedio de treinta kilómetros. No obstante, con coraje logré hacer unos sesenta kilómetros al día, doblando de esta manera al resto de peregrinos, como si de una competición se tratase. En muchas ocasiones me quedé durmiendo en pajares a la luz de las estrellas o importunando a las tantas de la noche a los hosteleros de los pueblos a que me abrieran las puertas para cenar. Aun así, la gente era muy humilde y agradecida con los peregrinos.
Fundamentalmente, la parte que más valoro de mi experiencia durante el camino, es la humanidad que tiene la gente, la mayoría de los peregrinos nos relacionábamos como si nos conociéramos de toda la vida, aun habiendo diferencia de culturas y estilos de vida, todos teníamos algo en común, y era compartir el mismo camino. En mi caso lo noté, pues nunca antes había sido tan auténtico como lo fui allí. Todo se reduce a lo más simple de la vida, tan solo necesité un par de zapatos y una mochila para recorrer unos 1100 km.
Para finalizar, me gustaría mostrar otras historias curiosas que me sucedieron a lo largo del camino, como por ejemplo, aquella vez que conocí a un monje filipino, con el cual hice buenas migas y me invitó a comer a un restaurante. En otra ocasión, coincidí con una coreana en medio de un desierto de Castilla y León y en mitad de aquel infierno, a unos cuarenta grados en julio, unimos nuestras fuerzas para poder llegar hasta el siguiente pueblo. Aprendí un método para que no salieran ampollas en los pies, que consistía en poner una compresa en la suela de tu zapato, para que absorbiera todo el sudor. Conocí a una mexicana que hacía el camino con su hijo de siete años por una tradición familiar. Me encontré con el hombre que más veces ha hecho el Camino de Santiago, unas veintiséis veces, y me dijo que de todas ellas, cada una era diferente, porque el camino no es una ruta o sendero, la gente es el camino.
Todo terminó en Finisterre, allí recordé lo vivido atrás, amigos con los que había compartido fugazmente sentimientos, experiencias, situaciones, dificultades, risas, multitud de adjetivos, que me hicieron saber que el mejor tiempo que había gastado en mi vida, lo había consumido en el Camino de Santiago.
“Recuerda que en esta vida no hay problemas, hay retos, no hay fracasos, sino enseñanzas, el presente es sobre lo único que podemos actuar, disfrútalo.” — Miguel Rodríguez