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Tarraco, susurros al legado de Augusto

Es una de las pequeñas joyas de Cataluña, poco pulidas hasta el momento. Popular por las playas que la rodean y que conforman la conocida Costa Dorada, la ciudad de Tarragona pasa desapercibida ante los ojos del visitante de la provincia. Y no debería, pues en sí misma constituye una obra arquitectónica que combina dos de las épocas más importantes de la historia: la romana y la medieval.

Sin embargo y pese a que llevaba tiempo resistiéndose, decidimos asomarnos a este discreto balcón al Mediterráneo. Apenas a una hora del gran titan que es Barcelona, nos apeamos en la estación de autobuses de Tarragona, situada en el centro de la ciudad y a pocos pasos de la Rambla Nova, donde comenzamos nuestra peculiar ruta. Tal fue nuestra sorpresa al toparnos con una barahúnda de gente apilada en más de 120 paradas a ambos lados del paseo principal de la ciudad, se trataba del mercadillo de los martes y jueves. Al canto de “¡calcetines a dos euros!” se apiñaban numerosas amas de casa a la caza de la ganga del día. Acostumbradas a este típico mercado ambulante que vemos en cada pueblo de la geografía, seguimos nuestro camino deseando tropezarnos con el conocido monumento a los Castellers. Esta tradición catalana que se ha propagado prácticamente a todas las poblaciones de la comunidad, nació en Tarragona y consiste en formar torres humanas de distintas alturas. Está especialmente vinculado a las fiestas populares. La singular escultura, obra de Francesc Anglès i Garcia, reclama la vista al cielo del que pasa por su lado.


Dejamos atrás la Rambla Nova, y dirigimos el paso hacia la Rambla Vella, bulevar que separa la parte alta o casco histórico del eje comercial de la ciudad. Este barrio concentrado en unas pocas calles y plazas en altura, es el que despierta nuestros cinco sentidos. Se puede decir que estamos ante una pequeña Roma con un legado digno de conocer.


Cercadas por una muralla con veintitrés siglos de historia, nos dan la bienvenida un entramado de calles que describen a la Tarraco más castiza. Su aire bohemio encandila al turista y nos transporta al barrio romano de Trastevere, uno de los más encantadores de Europa o sin ir más lejos, al acogedor barrio de la Barceloneta. La ruta propuesta que tomamos para no perder detalle fue tomando como origen la imponente muralla, donde se ubicó el asentamiento militar romano que dio lugar a la futura ciudad de Tarraco.



Rodeándola hasta la mitad, observamos las piedras que sostienen tres de las torres de defensa que aún se mantienen en pie: la de Minerva, la de Arquebisbe y la de Cabiscol. Además, nos sorprendió una réplica de la Loba Capitolina amamantando a Rómulo y Remo, donada por el gobierno italiano como símbolo de hermandad entre ambas ciudades.


Al adentrarnos en el casco antiguo, continuamos la ruta embriagadas por una atmósfera y una arquitectura que nos trasladaba a nuestro paso hacia una Roma en miniatura. La Catedral de Santa Tecla – patrona de la ciudad – era nuestro siguiente objetivo. La fachada construida entre el estilo románico y gótico destaca por su gran rosetón y es la imagen más emblemática de la localidad. Situada en lo alto de una escalinata, evoca a la archi conocida Piazza di Spagna de Roma, consagrada en lo alto por la iglesia de Trinità dei Monti. Una postal única si se retrata desde la distancia.


Nos dejarnos caer por las plazas del Fòrum y del Rei para tomar un aperitivo y reponer fuerzas, las cuales (como la ciudad lleva haciendo desde que llegamos) nos vuelven a recordar a la elegante Piazza Navona, repleta de bares y fuentes. Tras esta fugaz parada, reanudamos el trayecto hacia los tres puntos culminantes del legado del emperador Augusto en tierras tarraconenses. La torre del Pretorio, el Circo y el Anfiteatro romanos del siglo II a.C. y ubicados a pocos metros los unos de los otros, susurran los vestigios de la época imperial.


El Pretorio, se pensaba que era el antiguo palacio de Augusto donde se alojó durante los dos años que estuvo en Tarragona y pasó a ser denominado comúnmente castillo de Pilatos. En su azotea se obtienen las mejores vistas de la ciudad. Un largo pasillo da acceso al Circo romano, principal lugar de celebración de los espectáculos de la época, especialmente las carreras de cuadrigas. Este está reconocido como el mejor circo romano conservado de Occidente y la mejor forma de sacarle partido es recorrer sus pasillos subterráneos imaginando cómo era en aquello época, un esfuerzo de imaginación que vale la pena realizar.


Como broche de oro a una ruta romana que poco tiene que envidiar la capital de Italia, inspeccionamos el Anfiteatro romano, el emplazamiento culpable de atraer a los turistas hasta aquí. Está situado a la orilla del Mediterráneo, bañando el litoral de la ciudad. Con su forma de elipse, los restos tan bien conservados de los palcos permiten al visitante imaginar cómo serían las peleas de gladiadores que tenían lugar en el foso.

El imperio romano ha dejado una huella imborrable en el pasado de la ciudad más sureña de Cataluña que sin duda, marcará también el futuro de los tarraconenses.

“Tárraco, Scipionum Opus” (Tarragona, obra de los Escipiones) – Plinio el Viejo


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