Las noches de insomnio suelen venir acompañadas de grandes problemas sin resolver, que hacen que tu mente y cuerpo den más vueltas que un tiovivo de feria. O todo lo contrario. Que te lleven a una inmovilización corporal, con incipientes dosis de imaginación soñolienta.
Afortunadamente, aquella noche la cabeza me funcionaba como proyector de cine hollywoodiense. Desatando una imparable película de ficción, que tendría su antecedente en una llamada telefónica recibida horas antes de ir a la cama.
Seis meses después de haber tenido aquella llamada y aquel sueño. Me encontraba dentro de un viejo coche coreano que tendría el desafío de atravesar la Transcanadiense, considerada la tercera carretera más larga del mundo. Dicha aventura sería compartida con una canadiense, dos franceses, y un servidor español que apenas articulaba una palabra en francés. El escuálido Hyundai (en comparación con los automóviles norteamericanos) sería el mejor de nuestros amigos en la travesía. Por aquel entonces, el abarrotamiento de bultos en el interior del coche fue tal, que las peripecias para ganar una migajas de confort dentro del mismo, serían legendarias. El comienzo de la hazaña tendría lugar en un lejano pueblo de pescadores llamado Bonaventure (Quebec) que sin quererlo, se convirtió en un auspicio de buena suerte para nuestro gran viaje.
A mediados de septiembre, el otoño iría conquistando tímidamente el este de Canadá. Acontecimiento natural que nos persiguió durante los miles de kilómetros que hicimos hasta llegar a Vancouver. Ocasionalmente nuestras miradas por el retrovisor del automóvil, nos hacían topar de bruces con las pelirrojas hojas de los arces que se alineaban al borde de la carretera. Eso nos alentaba a pisar más a fondo el champiñón (acelerador) como dicen Quebec. Así podríamos jugar al pilla pilla con la naturaleza, y decir que llegamos al oeste en verano, mientras que en el resto de Canadá era Otoño. Las grandes dimensiones del país, nos obligaron hacer más horas al volante que un camionero trasnochado. Aspecto decisivo en nuestro estado de ánimo, ya que las acampadas extremas en lugares ilegales o en campings cerrados, eran desmoralizantes.
Sin ninguna duda, el magnífico paisaje que nos rodeaba fue el mejor de los alicientes para seguir adelante. La Trans-Canada, de este a oeste, nos iría llevando por los impenetrables bosques de Quebec, donde las noches al volante pasan por ser cauteloso con los animales salvajes (alces, ciervos) que se atrevían a cruzar la vía. Ese temor fue disminuyendo en las “carreteras-tobogán” de la región de los grandes lagos, ruta que serpenteaba miles de lagunas que están en torno al Lago Superior, el cual nos sedujo con su inmensidad, dando lugar a un espontáneo chapuzón en sus aguas, e improvisada acampada en su orilla. Después de dos días y medio intentando salir del interminable estado de Ontario, nos adentramos en las grandes llanuras de los estados de Manitoba y Saskatchewan. Planicie que se mostraba monótona, tal y como nos habían dicho. Pero que sin embargo dio paso a las mejores conversaciones y juegos mentales del viaje. En estas praderas del centro del país, también derrumbamos uno de los mitos que nos introdujo el cine estadounidense. Sí, porque el águila americana no nació con una bandera estadounidense de fondo, sino libre e indomable por todo el territorio norteamericano, dueña de sí misma. Su vuelo por el suroeste de Canadá nos lo confirmó.
Tras haber hecho más de la mitad del viaje, las puertas de la provincia de Alberta nos dieron la bienvenida con un cartel que decía wild rose country (país de la rosa salvaje). Eslogan que se nos mostró irónico, al comprobar que habíamos llegado a uno de los malpaíses más inhóspitos del país, el cual es uno de los mayores yacimientos de fósiles de dinosaurios que existen en la tierra. Los gélidos vientos de la gran tumba de dinosaurios, nos hicieron suponer que estábamos cerca de la míticas Montañas Rocosas. Mientras tanto, la noche iba llegando en la ciudad petrolífera de Calgary, y nuestras ansias por encontrarnos con las rocosas tuvieron que esperar hasta la caída de una copiosa nevada. Que luego dio paso a la calma, dándonos a conocer unas tenues líneas geométricas, que nos hicieron intuir los prominentes picos de las montañas.
Esa noche y las siguientes que vinieron, se convirtieron en las más duras acampadas que realizamos. La temperatura media rondó los diez grados bajo cero. Todo estaba congelado, incluso el gas de nuestra cocinilla de camping. Lo que significó comer comida congelada durante días. A ese percance le tuvimos que añadir otro que era el de tener unos ajados sacos de dormir. Convirtiéndose en una excelente excusa para comprar una botella de Jack Daniel´s junto a unas bolsas de agua caliente que nos ayudarían a ahuyentar el frío. A pesar del inclemente clima, el parque nacional de Banff nos hechizó con una carretera que transcurrían por lagos de aguas color esmeralda, cascadas, y monumentales montañas nevadas.
Las ganas de llegar al Océano Pacífico, nos hicieron ponernos en marcha hacía el último de los estados, Columbia Británica. La llegada a Vancouver culminaría con un antiguo sueño que se alimentó durante meses con una llamada telefónica que más tarde coincidió con una señal encontrada a orillas del río Ródano, en Avignon Francia. Aquel encuentro fortuito con un cartel que invitaba ir a una obra de teatro, tenía rotulada una frase que decía Un jour, j´irai à Vancouver (Un día, iré a Vancouver) Sin embargo nunca fui a aquella obra de teatro, porque la brújula siempre marco hacia el oeste, donde se encontraba
Vancouver.